octubre 11, 2011

Hoy maté una rata.

Los últimos dos días (que yo sepa) vivió una rata en mi cocina.
Para mí eso constituyó más un problema porque, siendo que vivo en una casa compartida, sabía que tenía que hacer algo rápido y tajante, y ya había visitado la casa, por lo que correrla nomás no era una opción siendo que probablemente volvería: no. había que capturarla o matarla. Llamé a los exterminadores pero fallaron en atender a la cita, quería que la atraparan de un modo seguro para liberarla en el campo o algo. No sabía bien qué quería hacer con ella, pero sí sabía qué no quería: matarla.

Y eso hice.

Mili, una inquilina argentina y su novio mexicano me invocaron con gritos desesperados de doña sobre la mesa que quiere gritar pero tampoco muy duro, no vaya a ser que la susodicha se entere del revuelo. Saqué una escoba, la cacé y maté.

Fue un ser vivo, como yo. Su naturaleza es buscar comida, la mía: pensar y ayudar, por poco alcance que tengan mis simples mente y manos de chango. Pienso que la vida es valiosa, y que no me guste compartir mi guarida con otros seres vivos no me da derecho a matarlos. Pienso que ser de la especie homo sapiens sapiens no me confiere superioridad de ningún tipo, mas allá de defender la salud de los que me rodean, e incluso siendo este el caso, no me siento justificado, por el contario: me sentí por todo esto obligado a hacer algo que no quería y eso me pone triste.

Ceci me compartió que tuvo una en su jardín hace pocos meses y se llamaba Remy. Sus papás la envenenaron. "Ya vendrán otras... Tal vez dejó hijitos", añadió. Pinche Ceci, me puso de buenas.

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